La era de la caducidad

Estamos en un momento excitante de la historia sin apenas ser conscientes de ello. Creo que nos estamos perdiendo los cambios que están ocurriendo a nuestro alrededor igual que la rana que no salta del agua que se calienta poco a poco hasta que se achicharra sin darse cuenta. Si a esa misma rana la metieras en agua a 80 grados de golpe, el salto que daría sería similar al que daría cualquier sociólogo de la generación de mi padre si de repente se encontrara con los últimos fenómenos mediáticos y sociales que hemos sufrido en 2010: Wikileaks, Twiter, Facebook,…

Sólo por dar algunos datos, Facebook ya tiene 600 millones de usuarios y en 2010 se generaron 25 mil millones de tweets (la cifra marea). En el primer semestre de 2010, los usuarios de Twitter crecieron un 44%!!. Estas redes sociales supone un cambio radical en la forma de comunicarnos, en la forma en la que la sociedad y los ciudadanos interactuamos con el orden establecido. La red está contribuyendo a la democratización y a la globalización de todos los aspectos de la vida. Y eso es bueno. ¿O no?

Los efectos colaterales que esta democratización trae consigo es que estamos entrando en la era de la caducidad. Me explico. La velocidad que estas herramientas de comunicación social están imprimiendo a nuestro modo de vida hace que no nos dé tiempo a digerir tanta información, y menos a establecer unas guías morales o de comportamiento que sirvan a las generaciones más jóvenes de faro en el proceloso mar de su acelerada existencia. Estamos en un mundo en el que la velocidad a la que se genera (y destruye) información es tan alta, que no da tiempo a digerirla ni a que se consolide en nuestro cerebro de forma que configure un prisma a través del que ver la vida.

Es lo que toca, ni bueno ni malo. O al menos depende a quien le preguntes. Mis abuelos recibieron miles de veces menos información que yo en toda su vida, y la consolidaron mucho más en su forma de ver la vida. Ellos tenían unas cuantas verdades inamovibles fruto de una constancia en la información que recibían de sus mayores, sus  semejantes, la sociedad,… etc. Sin embargo, yo, aun habiendo recibido muchísima más información que ellos, tengo menos cosas claras y mis verdades son mucho menos inamovibles que las suyas. Y si pienso en mis hijos, me da vértigo. Seguramente vivirán en un entorno en el que recibirán miles de veces más información que la que he recibido yo a lo largo de mi vida, y millones de veces la que recibió mi abuelo. En este entorno, para un joven que esté en el proceso de formación de su personalidad y de su identidad como adulto, se me antoja muy complicado filtrar lo importante de lo superfluo, lo dañino de lo inocuo, lo veraz de la manipulación. Ésta es una faceta que normalmente los padres no incluimos en las prioridades educativas para nuestros hijos. Y deberíamos, claro que deberíamos.

Pero no todo es negativo en este entorno. Las nuevas generaciones son más libres de prejuicios que nosotros (hablo de los nacidos en los 60-70) y cuestionan el cinismo y la mentira en todas sus variantes, precisamente porque tienen dónde contrastar información, y porque millones de usuarios compartiendo información en tiempo real piensan como una única red neuronal a la que es difícil engañar o manipular.

Como casi todo en la vida, todo tiene su cara buena y la no tan buena.